lunes, 25 de noviembre de 2013

ALICANTE. Dibujos y fotografías.

   Ya vamos consiguiendo hacer con las tintas, las estilográficas y los pinceles de agua algo parecido a lo que se pretende. Aquí se ve el trabajo con los colores fundidos en húmedo, los trazos que se desdibujan al pasar por encima el pincel mojado, las manchas que se extienden al pintar de nuevo sobre la capa anterior, todavía húmeda, algunos detalles aplicados en seco al final... Una técnica muy parecida a la acuarela, aunque las tintas también tienen su carácter.
   La imagen anterior es un detalle ampliado del siguiente dibujo, en este caso uno de esos asombrosos ficus elástica que abundan en algunas plazas y paseos de Alicante. Alcanzan un tamaño inmenso, y dejan caer desde sus gruesas ramas raíces aéreas que llegan hasta el suelo, donde se anclan y engrosan hasta formar nuevos troncos. En su base el árbol se ensancha y forma arquitrabes que refuerzan la estructura como si fuera una catedral gótica. Muy buenos para dibujar, por sus formas redondeadas, con suaves líneas curvas que se retuercen y producen luces y sombras, por sus hojas grandes y relucientes...
   Llegamos a Alicante buscando el sol, huyendo del frío de Albacete en estos días y fuimos al puerto y al paseo paralelo, La Explanada, lugar muy a propósito para nuestra intención, pues pensábamos comer por allí, al aire libre. Después de oler el mar, ver los barcos y hacer unas fotos para dibujar después, aunque estos lugares me los sé de memoria, quedé atrapado por el sonido de la trompeta de Louis Amstrong que ponía música a la presencia de un trompetista, marioneta a quien daban vida el artista que la manejaba y las notas de La vie en rose, exactamente como se puede escuchar en el enlace. Imposible no quedarse cerca a seguir disfrutando de la escena y de la música. Para mayor comodidad, tomo asiento en un cómodo sillón de mimbre en la terraza de enfrente y pido una cerveza, enorme por cierto, que la deshidratación es un peligro a ciertas edades y más con tanto sol.
   Tan cómodamente instalado, tampoco puedo evitar sacar el cuaderno y los apechusques de dibujar y, mitad mirando, mitad imaginando, hago un apunte de la escena, como se puede ver. Aunque llevo varias plumas con tintas surtidas, anoto que me falta una de color rojo rubí.

 
    Un poco más a la derecha había un artista haciendo caricaturas. A la otra mano, a unas decenas de metros, otro dibujante de retratos. Mientras el trompetista de tela descansaba y buscaba la partitura de otro tema de Louis Amstrong, se me va la vista hacia un fotógrafo que tengo casi enfrente de mí. Vestido con traje negro, con sombrero como el de Stan Laurel, Joaquín Sabina o Winston Churchill, haciendo juego con su maravillosa cámara de fuelle de ciento diez años, según me cuenta, montada en su trípode. En pocos minutos impresiona y revela una foto en blanco y negro, acelerando el proceso de una forma asombrosa. Le pido permiso al fotógrafo para metafotografiarlo y, amablemente, me lo concede. Luego lo dibujaré, que si me quedo aquí voy a tener que pedirme otra cerveza y va a ser peor. Por lo pronto, aquí van las fotos:
    Cuando algún turista o grupo pide ser fotografiado, el fotógrafo proporciona el atrezzo. Con unos sombreros, un pañuelo y poco más, los transfigura en la imagen de sus bisabuelos en dos minutos. Luego mete la cabeza bajo la tela negra, enfoca, encuadra, sale raudo para recolocar un sombrero, girar una cara unos grados para añadir mordente a la mirada, revisa el efecto y, ya satisfecho, dispara con su cable. En honor y agradecimiento al fotógrafo, un artista que tan amable fue conmigo, le quito el color a mis fotos. Ganan mucho en blanco y negro.

   A estas alturas ya me había quitado la chaqueta. La bufanda mucho antes, al mismo bajar del coche al llegar a Alicante. De forma que en manga corta nos fuimos a comer a la terraza de un restaurante cercano, sin perder de vista el mar, las flores y las palmeras. Tampoco la mesa ofrecía mal paisaje, que el arroz al lado del mar gana mucho. No penséis mal de mi, que no estaba solo para comerme todo eso, sino muy bien acompañado. Tal vez por nostalgia de Albacete, añado al menú unas chuletitas de cordero en su más tierna infancia. Helas:
   De camino hacia otra terraza en El Postiguet, sin tiempo para dibujar los mil temas que salen al paso, les hago unas fotos para, con más reposo, pintar algo después. Por ejemplo:
   Nos sentamos en la terraza de una cafetería enfrente de la playa, en unos confortables sillones que tienen en el respaldo una mantita por si algún turista tiene frío. Viniendo de Albacete que, por estas fechas, viene a ser como Groenlandia, o mirando a los turistas que se dejan caer desde Alemania o Noruega hasta Alicante para tomar el sol, las mantas deben de estar sin estrenar. Un cremoso cortado y un Vichy Catalán mientras, en un alarde de oportunidad y buen gusto, con un sonido más que decente, se puede escuchar el saxo de Stan Getz dando contrapunto a la voz de Astrud Gilberto, que canta las bossanovas de un disco que hace muchos años yo escuchaba en vinilo. Doble con sus tapas verdes.
   Mientras escucho tal maravilla, saboreamos el café y conversamos sin prisas, no se me olvida que a mi espalda queda el castillo de Santa Bárbara, encaramado en el Benacantil desde que los árabes lo levantaron allí a finales del siglo IX, y que navegando sobre esas olas que ahora lamen la arena, llegaron griegos, fenicios, cartagineses, romanos, árabes, piratas berberiscos y otros turistas. Casi se pueden ver desde aquí, al menos se adivinan, las balsas talladas en la roca de la factoría de salazones donde los romanos fabricaban el garum y que ahora llaman los Baños de la Reina.
   En fin, un día redondo si así lo quiere uno ver. También se podría interpretar, sin faltar a la verdad, que vine a Alicante, comí, me tomé un café y que me dolían las piernas. Pero para eso están la literatura, la música y la pintura, para embellecer la vida. La propia y, si puede ser, la ajena.
 Ya en casa, todavía en Alicante, pinto unas frutas con tintas de colores y otra vez con tinta china. También el tiovivo del puerto, de memoria, con unos boligrafos Bic de colores que acababa de comprar. Tiene unos toques de tinta con Parallel Pen. 
    La siguientes fotos muestran los utensilios que llevaba en el bolso para hacer estos dibujos.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Tintas de otoño. Plumas y pincel de agua.


    He cargado mis plumas con colores de otoño. En realidad, sólo he añadido un naranja (una tinta perfumada de Herbin) a mis colores habituales: Musk green de Stipula, Café des Îles de Herbin, Azul 4001 de Pelikan, negro de Lamy, y un borgoña de Montblanc. Otros verdes utilizados son el Evergreen, de Diamine y el Jonathan Swift, de una serie especial de Montblanc. También he añadido el Lie de Thé de Herbin y he dejado aparte el verde oliva, también de Herbin y algún otro, más primaverales y frescos.

    El dibujo anterior, en papel de Garzapapel para dibujo de 180 gramos, sale de otro anterior, creo recordar que hecho con tinta marrón de Montblanc, con algunos toques de nogalina. Como era para un regalo, fue enmarcado convenientemente, con lo que gana mucho.


   En el siguiente dibujo, las tintas mencionadas se aplicaron con cuatro Parrallel Pens de Pilot, que permiten aplicar manchas de tinta de distintos tamaños (desde 1,4 hasta 6 mm.), y hacer líneas finas trazando en distintos ángulos. Dan mucho juego estos ingeniosos artilugios, pues no sé si llamarlos plumas o no. A continuación se muestra un detalle del árbol para ver mejor esos diferentes trazos, que se han extendido con pincel de agua, volviendo a dibujar encima, antes de que se seque, para que las tintas se mezclen y emborronen.


    Misma técnica y materiales. Unas acacias otoñales.

   La mayoría de ellos, excepto el realizado sobre Garzapapel, de mayhor tamaño, son dibujos en un cuaderno de Paperblanks. Tiene una textura verjurada, y aguanta perfectamente los baños sin traspasar nunca a la otra cara, sobre la que se hace sin problemas otro dibujo. Además esos cuadernos son de los más bonitos que se pueden encontrar. Tengo varios modelos, de diferentes tamaños, distintas encuadernaciones, hermosas y sólidas, y papeles de diversos tonos, blanco o marfil. Una maravilla.
   Como estos dibujos se han hecho, en su mayor parte, en vivo, he llegado a tener cargadas de tintas de colores una barbaridad de plumas estilográficas, aunque todas caben en una bolsa antigua de cuero con cremallera. Incluso una pequeño frasco con agua.
   Ahora no hay luz suficiente. Mañana pondré unas fotos de los aparejos.

sábado, 9 de noviembre de 2013

KUNTA QUINTET y el entierro del salmón


Anoche, reunidos alrededor de un salmón de los de Sven, joya gastronómica compatriota de Nokia, aunque de superior tecnología, sustituidos los inciensos por el aroma de las virutas de aliso importadas de Finlandia con que fray Sven de Escandinavia sahúma sus peces, dimos cristiana sepultura a este querido grupo musical, siguiendo el orden del día de la convocatoria. Por eso del maridaje, hubo que recurrir al Barbadillo y a algunas cervezas, y faltó pan. Para aliviar la tristeza del momento, contamos con el concurso de una botella de ron de caña, que también pasó a mejor vida. 
Los grupos musicales, como las personas, pueden acabar sus días de forma súbita, violenta o, por el contrario, de manera apacible y tranquila, como ahora ocurre. Igual que ellas, en el mejor de los casos, lo hacen una vez cumplido su ciclo vital, falleciendo de muerte natural como una vela que se apaga, sin dejar mal sabor de boca, pues llega un momento en que la vida poco les puede ofrecer. Cuando así sucede, los deudos encuentran consuelo constatando que la vida del difunto ha sido feliz, razonablemente larga y que no deja empresas a medio. Ni deudas, cosa que podría añadir sombras al sepelio y un poso de rencor hacia el finado, aunque sí agradecimientos.
   
También, sin darle proporciones geológicas al caso, concurren causas ambientales en esta extinción. Es la música, como las demás artes, un  ecosistema frágil, y quienes se dedican a ella son como esas flores alpinas que brotan entre la nieve, milagros tan hermosos como inexplicables, sin abono y casi sin suelo donde enraizar y alimentarse, que nacen y medran allí donde no cabría esperar ese lujo de la naturaleza. Las más de estas flores languidecen y mueren sin que nadie las llegue a ver ni a disfrutar de su aroma y su color. Pero su existencia tiene sentido aunque sean tan frágiles que para desaparecer no necesiten la caída de un enorme meteorito. Basta con que vayan a nacer un poco fuera de lugar, un poco antes o después de la estación que les corresponde, o que se hayan intentado adaptar a una función que otras flores hacen mejor. Como puntilla, no están por gastar en abonos quienes deberían cuidar del jardín.
  
Tal vez ese haya sido nuestro caso, y hayamos sido un cactus plantado en un pantano, el del jazz, al que hemos llegado arrastrados por las aguas del manantial del hermano Sven, alcanzando allí nuestro nivel de incompetencia. Sin falsas modestias ni innecesarias paladas de tierra, recurso normalmente usado para recabar flores y alabanzas, hay otras músicas que hacemos muy bien. El jazz, no tanto. Sólo Sven ha mamado de las ubres de Duke Ellington y Cole Porter, metafóricamente hablando, claro está, pues nuestros biberones llevaban leches de Liverpool, de Nashville y de Menphis, de Argentina, de Italia y de España, más que de Nueva Orleans o Nueva York. Tal vez lo más cercano al jazz que habíamos hecho era bossa-nova, y habituados a su complejidad armónica podíamos mantener la dignidad musical hasta el momento de improvisar un solo decente sobre tan intrincada arquitectura musical. Cuando acompañábamos a Sven, sonaba más a jazz, al llegar nuestras intervenciones, nos abolerábamos o, en el mejor de los casos, sabía a blues. Pero no a jazz del mismo Nueva Orleans. Si acaso, de las afueras. Las cosas como son.
Si el aprendizaje viene de los errores, no me explico cómo no he acabado tocando como Joe Pass o John Coltrane, y hablo por mi, pues en este grupo, no hay equivocación que no haya cometido, y no me refiero a ocasionales fallos en la ejecución, que también, sino a errores de concepto, de estilo, cuya superación requiere más trabajo. También es cierto que, en algunas épocas, ciertos temas del quinteto resultaban algo sublime. Cuando ahora nos juntamos a tocar, siguen siéndolo. Posiblemente lo mejor que nunca hayamos interpretado. Al menos yo. Pero la música, a cierto nivel, requiere mucho esfuerzo. Más del que pueda imaginarse. Práctica, ensayo, estudio, es decir, tiempo. Asistir a conciertos, escuchar, ver, admirar cómo otros han salvado el barranco que nos detiene, vencer el placentero desánimo que supone ver tocar a Pizzarelli o escuchar en San Javier el sonido y la insultante perfección de la Lincoln de Marsalis. También necesita de un lugar y de un público, requiere dar con un mar donde asomar el pico del iceberg oculto, que eso viene a ser el escenario. La música, y más el jazz, es un estado de ánimo, una disposición, que no se da cuando se ejerce de uvas a peras, cuando no se ha ensayado lo suficiente pero, en todo caso, mucho más de lo que la recompensa del mercado merece. We are not in the mood for jazz. Tras cuarenta años en la música, nos exigimos un nivel profesional cuando las condiciones son similares a las penurias de nuestros inicios y menores las fuerzas, buscando un sitio donde tocar que no termine costándote dinero. La última guitarra, una Gretsch, una ganga, salió por 1450 euros. Y hay otras cinco. Un lujo que uno ya no se puede permitir. 
   Segis, Paco y yo conocimos a Sven en el Nido de Arte, mientras con Juanjo formábamos “Octavio Cuarteto”, grupo ecléctico y desconcertante, con nombre de calle, típica creación onomástica de Paco, habitual bautista de nuestros grupos. Un día que estábamos en ese añorado club haciendo temas que iban desde “Polka dots and moonbeans”, al “Bolero de Mastropiero”, pasando por “La bien pagá”, y no miro a nadie, invitamos a cuatro voces a Sven al escenario con el inicio del famoso bolero: “Si tú me dizzzzzz………. Sven”. No recuerdo qué tocamos con él, me imagino que un blues con su armónica o “As time goes by”. Allí empezó Kunta Quintet, con la feliz incorporación posterior de Gustavo Gentile a la batería que, huyendo del dinero, topó con nosotros. Un santo varón, Gustavo, excelente músico profesional que nos dedica su tiempo. También lo voy a echar de menos.
   Íbamos a poner de nuevo nombre de calle a la criatura, en este caso trocando “Blasco de Garay” en “Blasco de Guirigay”, cosa que a nuestro guiri no acabó de convencer. Quede dicho aquí que Sven es uno de los mejores músicos con los que he tocado, y mira que en eso he tenido suerte. Especialmente con la armónica, instrumento que traduce su fraseo mental mejor que su trompeta, a veces dubitativa, tal vez en lucha contra un instrumento mejorable.
Ana Milán y Toni, amigo, músico y sonorizador de Kunta Quintet, en el Nido.
   Como hay tres clases de personas, las que saben contar y las que no, pasamos a ser un quinteto de seis al unirse Ana Milán al grupo, centrándonos bastante en su voz y en las bossa-novas, que canta como pocos. Tras algunas actuaciones, cuando aquello sonaba razonablemente bien, Ana se fue a Irlanda y nosotros fuimos dedicándonos en los ensayos más a la gastronomía que a la música, a pescar salmones en el horno de Sven, hasta llegar al momento actual. 
   De todas formas, ensayos ha habido en los que no hemos llegado a tocar, pues a estas alturas valoramos tanto nuestra tertulia, como la música, conversación que alcanza a veces alturas notables de ingenio y buen humor. Tal vez Tony, nuestro compañero músico, opinante y sonorizador, parte del iceberg del grupo, comente o recomiende un libro, otro una noticia, el otro un cuadro, una exposición, un paisaje, una foto o un recuerdo. Sven, que domina nuestro idioma mejor de lo que él se imagina, las pasa como el que se tragó el paraguas para seguirnos. Le ocurriría igual a muchos nativos. No tiene precio reunirse a charlar y tomar una copa con amigos que, tras toda una vida, aún tienen la capacidad de sorprenderte, hacerte reír,  pensar y terminar la reunión con ganas de darles un abrazo. Os quiero, hermosos míos.

   El concierto de los Beatles, organizado por la asociación de amigos del Jazz creo que fue lo que terminó de abrirnos los ojos y retirarnos del jazz, que no de la Asociación. Lo mejor es hacer uno aquello que sabe hacer, zapatero a tus zapatos. Hay en Albacete en estos momentos una reconfortante e insólita cantidad de buenos músicos y grupos, algunos de un nivel verdaderamente excepcional. Compararme con algunos de estos genios es lo que me empuja a dejar Nueva Orleans, a escucharles y a intentar aprender de ellos. Me dedicaré con mis amigos, musicalmente hablando, a hacer aquello que sí sabemos interpretar como casi nadie, huyendo de falsas modestias.
   Sólo en el jazz se constata un florecimiento inconcebible hace sólo unos pocos años, y habría que reflexionar qué o quiénes han hecho tal cosa posible. Seguramente la ilusión, la constancia y el evangélico esfuerzo de unos pocos durante muchos años han ido poniendo las bases de esta situación actual, tan floreciente. Aunque el esfuerzo principal corresponde a los músicos, hay que nombrar a Germán, fundador y gerente magnífico del Nido de Arte, a Juan Ángel Fernández, alma mater del Festival de Jazz de Albacete y a Miguel López Vallés que ha resucitado una Asociación de Amigos del Jazz agonizante.
   
   De forma que Segis, Paco y Pascual formaron un grupo para disfrutar de esa música que siempre hemos hecho. Me he unido al proyecto y, después de ensayar y cenar juntos, vamos al “Bossa-nova” los miércoles por la noche donde nos reunimos a tocar con un grupo de excelentes músicos amigos y con Los Beatles, John Denver, James Taylor, pasamos el rato, bastante largo por cierto. Hemos recuperado el rito mozárabe y el quechua, que nunca dejamos del todo. Cabe allí el tango, la copla, Javier Krahe y los boleros, Chet Atkins, Brassens, Jobim y Martin Taylor. Y seguimos contando con Sven y Gustavo para recordar “I’ve got you under my skin”, “Night & day” y otros standards de jazz, hasta donde nuestra ciencia alcance. No hay que descartar que de ese grupo salgan tres o cuatro formaciones, mediante el habitual sistema de permutaciones, combinaciones y sumas. Mi inminente prejubilación, y me quedan unos seis consejos de ministros, de los que recelo alguna brillante ocurrencia, tal vez me permita dedicar a la música un tiempo que, hasta ahora, no le he podido conceder.
   Como digo, desde hace un par de meses me he unido a Pascual Ortiz, Segis Armero y Paco Arteaga, mis compañeros de la música de siempre, en santo y musical matrimonio, hasta que la muerte nos separe.
   Descansen en paz Kunta Quintet y el salmón.


Este es el enlace al blog del extinto Kunta Quintet.

viernes, 1 de noviembre de 2013

TALARICO - Narración casi histórica

       Aunque hispanizó su nombre en Talarico, y así le llamábamos sus alumnos, debía de llamarse Talaric C. Roberts Jr., o algo así, porque era americano, de los Estados Unidos de América. Fue, durante un curso, mi surrealista profesor de inglés en la Escuela Universitaria de Magisterio. Era enorme, en todos los sentidos de la palabra. Una especie de inmenso oso polar con pelo a cepillo y gabardina de espía, del tamaño de una tienda de campaña. No me explico ni por qué llegó a Albacete —debió de ser mediante un intercambio o algo parecido—, ni cómo consiguió dar con nosotros, en estos inhóspitos páramos, dado que la Geografía no es uno de los puntos fuertes de la educación estadounidense.     Si no calculo mal, corría el año 1972. Yo tenía, pues, 18 años y el pelo muy largo, como siempre. De tratarse de un intercambio de docentes, al menos debimos enviar dos a Estados Unidos y, aún así, perderían en el cambio. En realidad, el asombro se debía a mi inexperiencia y falta de mundo en aquellos tiempos, pues en el gremio de los docentes, desde 1976 también mío, hay muchos personajes, como he sabido después, dignos de ser declarados de interés turístico y de aparecer en guías y rutas junto a los Toros de Guisando, la bicha de Balazote o el Acueducto de Segovia, tan merecedores de estudio, contemplación y análisis como tales monumentos. El hecho es que Talarico destacaba entre todo lo que yo, hasta el momento, había conocido.
    Por su nombre y aspecto, debía de descender de los godos, aunque pensando en sus ancestros europeos, más que a lomos de un caballo de su talla, si es que los hay, me lo imaginaba yo en la borda de un barco vikingo Guadalquivir arriba o en una ría gallega, asomando la gaita coronada por los cuernos del casco tras la barandilla, los ojos inyectados en sangre y espada en alto, rugiendo con su voz atronadora,  participando en alguna incursión a sangre y fuego.
    Si godos fueron sus ancestros, también se asombrarían de ver a su retoño, tan crecidito, volver a un territorio que ellos, como todos los pueblos del Mediterráneo y casi todos los del resto de Europa, habían invadido alguna vez hacía siglos. Y esta vez en son de paz, a enseñarnos inglés.
    En la Escuela de Magisterio, aunque todavía había dos puertas de acceso, una para niñas y otra para niños, ya nos dejaban subir juntos. De hecho, yo asistía a clase en un grupo mixto, el de inglés, el menos numeroso, pues los de francés formaban dos grupos, uno masculino, otro femenino, con unos 80 alumnos cada uno. Enseñanza personalizada, como nos enseñaban que debe ser.
    Como fue la primera vez que tan liberal agrupamiento era consentido, éramos la envidia de nuestros segregados compañeros y compañeras, que más parecían asistir a una sinagoga que a un centro universitario, que tal categoría adquirió en aquellos años,  dejando de llamarse "Escuela normal", denominación anfibológica y confusa que puede llevarnos a suponer que existían otras que no lo eran. De todas formas, si no recuerdo mal y tal vez para poner orden, entre el alumnado se encontraban en mi clase dos curas y dos monjas. Y se encontraban fácilmente, pues las monjas, un encanto, iban ataviadas por sus hábitos de dominicas, blancos y negros, como los inquisidores. Nosotros en trenca, con su capucha y sus alamares.
    Cuando digo que eran un encanto, no lo digo por agradar, ni en tono irónico, que sería impropio de mí, sino porque resultaron unas excelentes compañeras, inteligentes, risueñas, simpáticas, comprensivas y tolerantes. Tolerantes habían de ser cuando soportaban nuestros humos pues, aunque ahora parezca inverosímil, fue ese año cuando se nos permitió fumar en clase, cosa que hacíamos con liberalidad. Duró poco tanta amplitud de miras, pues eran tiempos confusos, y no me imagino ahora que un estudiante aflore de entre tales brumas en la pizarra para responder a las preguntas del profesor con un cigarrillo en la mano o la pipa en la boca, que también los había. ¡Qué bien olía el Amsterdamer! Aunque el contacto se ha perdido con muchos de estos compañeros y compañeras de clase, todavía conservo la amistad de Elia, una de las monjas, maestra ahora, como yo, en un colegio público.
    Había una inflación en España por aquel entonces del 7,363 %, moderada si se compara con la de Chile, en ese mismo año, del 163,378 %. En USA era del 3,406 %. Para comprar un dólar, había que poner 63,47 pesetas encima de la mesa. No era poco, pues con 215,16 pesetas también se podía comprar uno un barril de petróleo, que es lo que ahora pagamos por un litro de gasoil. El cambio debía de favorecer a Talarico, pues todo le parecía barato.
    Más de una vez, el mixto de inglés en pleno nos fuimos a La Cabaña, cafetería situada en el Altozano, a tomarnos un café con nuestro amado profesor. En santa procesión, iniciada a veces en fila de a uno sobre la línea central de la avenida de España —entonces llamada del Gobernador Rodríguez Acosta—, recorríamos el kilómetro largo que nos separaba del mencionado café. Aunque eran épocas rigurosas y de control estricto del movimiento y el pensar de los ciudadanos, entonces súbditos, ya en los últimos años del franquismo, ese rigor y ese control se centraba en evitar que nadie asomara la oreja ideológica más allá de lo permitido, que era poco. En lo demás, nadie se extrañaba de nada. Vivíamos sumidos en un caótico y creativo desmierde, si se me permite la expresión. No sé si ahora serían posibles tales enseñanzas peripatéticas, ni siquiera acogiéndose a los precedentes de Aristóteles o Teofrasto. Llegados a La Cabaña, invitábamos entre todos a Talarico a un café y él nos lo pagaba a todos los demás. Lo que de injusto y desequilibrado tenía esa rara forma de pagar a escote, no parecía importarle. 
    El padre de uno de mis compañeros debía de tener una agencia de viajes o algo así, porque él, algunos días, se llevaba a clase un autobús, que en aquellos tiempos se podía aparcar sin problemas en los solares y bancales que rodeaban nuestra escuela, ahora céntrico instituto rodeado de altos edificios. De forma que éramos una clase con autobús propio con el que nos acercaba o alejaba a  lugares diversos, entre ellos al campo de fútbol, donde se impartían las clases de educación física, pues nuestra escuela tenía capilla, pero carecía de gimnasio. Como era mixto el grupo, los unos usábamos los vestuarios del local, las otras se calzaban los pololos en los del visitante. Como no nos daba tiempo a ducharnos, luego olía el aula a zurrón de peregrino.
    De las clases de inglés, recuerdo haber llegado a tener alguna en el mencionado estadio Carlos Belmonte, cercano a nuestra escuela, sede del Albacete Balompié. Talarico de portero, tapando media portería y los demás lanzándole penaltis. Todo ello en inglés, como debe ser. Dentro del aula, en un segundo piso al que llegaba sin resuello y bramando contra la falta de ascensor, éramos nosotros quienes le enseñábamos castellano a él, que no andaba muy suelto. Ya nos debe haber perdonado, porque nuestras enseñanzas no hacían más que aumentar su desconcierto y confusión sobre géneros y subjuntivos. No se merecía la crueldad con que algunos compañeros le ilustraban: 
    —Se dice “el pared”, no “la pared”, le corregían. Él, nos miraba dubitativo y confuso por encima de sus gafas y tomaba nota en un pequeño bloc. 
    Como aún éramos maestros en ciernes, espero que no calaran en él tales doctrinas lingüísticas, que le habrían llevado a tener un uso peculiar de nuestro idioma. Además, al final nos aprobó a todos.
    De Talarico y de mi amigo José Ángel, me viene pronunciar “water”, “better” y demás como si fuera de Illinois. También de Hamed, (con acento en la e), o algo así, que nunca vi su nombre escrito, un amigo de unos años más tarde, militar americano que estuvo varios meses en Albacete instalando radares. Se alojaba en el Hotel "Los Llanos", de cuatro estrellas, sede de una discoteca que yo solía frecuentar, “Zodiac”, donde le conocí —también a las bailarinas brasileñas que actuaban en los Festivales de España— y donde acabé pinchando discos hasta la madrugada para sacar unas pelas y cuadrar el presupuesto. No recuerdo de qué, pero también entonces nos desternillábamos de la risa, sacándole, como ahora, punta a todo. Hemos disfrutado mucho de la lengua y me refiero a la de Cervantes y, a veces, a la de Shakespeare. Me proporcionaba Hamed cartones de Winston americano, traído de Torrejón. En aquella época, cuando aún no nos la cogíamos con papel de fumar,
podía decir, sin faltar, que mi amigo, un  americano de dos metros, era negro.     
    Será por la edad, pero aquellos días debían de tener más horas que los de hoy, porque sacaba tiempo para leer a Hermann Hesse, Borges, Quevedo o Teilhard de Chardin, ir a menudo de acampada a Riópar, La Toba o Yeste, tomarnos unos "manchaos" en el "2 de la Parra", estudiar lo suficiente para sacar los sobresalientes y matrículas de honor con que aplacar a mi padre , disipando su inquietud por mis pelos, mis costumbres y mis horarios, a la vez que estaba en un grupo de música, no recuerdo si “Distorxion” o los inicios de “Cristal”, ensayando varios días a la semana. Pero eso es otra historia.